Que frágil es la
vida, que breve la existencia, si pudiera contarlo todo jamás terminaría, existir es sufrir, y amar es necesario para
hacer llevadero al sufrimiento. Todo esto pensaba mientras observaba el techo
de mi casa recostado sobre mi cama, “quisiera que el techo desapareciera para
poder contemplar el vacío que tenemos sobre nuestras cabezas”, todo esto
pensaba en una tarde cualquiera.
Era una calurosa
tarde, cuando aún el calor era constante, antes de las frías tardes de
invierno. Sentí la llamada hacia aquel cementerio, una voz oscura que retumbaba
en mis pensamientos, como una constante inamovible que en sueños me llenaba de ideas,
así que fui, dispuesto a ver qué me llamaba.
Me dirigí al
cementerio, con mis pensamientos orbitándome, ideas, miedos, inseguridades
atormentándome, el aplastante pasar del tiempo que no tenía piedad de mí,
llegué a la puerta, vi personas varias ahí, los típicos vendedores de rosas, y muchos
más entrando junto a mí, temía que los vendedores inoportunamente me acosaran
para venderme sus mercancía floral, pero nadie se percató de mi presencia, así
que librado de aquel acoso, tranquilamente entré. Ni la muerte es motivo para
comerciar con el dolor, pensé.
Me adentré en el
cementerio, caminando sin rumbo alguno, al principio éramos un grupo de
personas que entramos, pero ya dentro, cada uno tomó distintos rumbos, hasta
quedar yo solitario en un rincón de aquel cementerio.
Caminé y caminé,
por las frías tumbas descuidadas, corroídas por el tiempo, consumiéndose
lentamente por la erosión del olvido, yacían lo que quedaba de aquellos que
sobre la tierra, una vez desbordaron de vida.
Las personas que yacían
dormidas inertes sin conciencia, en ese escaparate de la muerte, me hacía
pensar en lo efímero que es la vida.
E imaginé los
sueños sin cumplir, que aquellos cadáveres se lamentarían si tuvieran la
oportunidad de lamentarse.
Y una voz oscura,
me susurra al oído, una voz que no provenía de ningún lado, me dijo:
“Ya está reservado
tu aposento en este lugar”
Asustado corrí,
huyendo de lo desconocido, del misterio que al no hallar explicación del origen
de esa la voz, me heló la sangre de pies a cabeza, mi corazón saltó y latió con
tal violencia, que sentí apretujarse en mi pequeño y frágil pecho, sentí la
sangre abandonar mi rostro, y a mis extremidades tomar vida propia, sin que yo
lo pensara, me encontraba huyendo, corriendo hacia la salida, huyendo de
ninguna cosa, lejos de aquellas tumbas, y el silencio era ruidoso, la
tranquilidad otrora reconfortante, era ahora una horrible pesadilla, corría y
corría, hacia alguna salida, pero no había tal por ningún lado.
Tropecé con un
anciano, que al golpearlo se desvaneció con el viento, no sin antes mirarme con
una miraba desoladora, y decirme algo inteligible, que entendí como palabras
burlonas.
Todo era gris,
la serenidad de las tumbas me parecía ya tétrico, deseaba el caos de la ciudad,
el ruido de la avenida, el caótico desorden ruidoso que caracteriza la vida, no
ese lugar de paz tenebrosa.
Los matorrales
del cementerio, los únicos seres vivos de aquel lugar, a pesar su color verde, lucían
más siniestros aún, siendo parte de la tranquilidad mortuoria reinante en ese
laberinto de tumbas, de la cual eran parte del paisaje desolador, parecían
asomarse de entre las tumbas para saludarme y observarme silenciosas en mi
tormento cruel. Caminaba buscando la salida, no podía hallarlo, grité para
pedir auxilio, esperanzado en que alguno que por ahí rondaba, viniera en mi ayuda,
grité y grité, hasta casi sentirme desfallecer, mi grito apenas produjo un eco
entre los callejones de aquellos pabellones de nichos, y ninguno vino a mi
ayuda, grité y grité hasta casi perder el conocimiento, hasta enrojecer mi
garganta y marcar las venas de mi rostro, sin respuesta alguna, y sintiendo la
inexplicable sensación de ser observado burlescamente por aquellos matorrales
de plantas verdes tenebrosas, yo decidí entonces, aún con más desconcierto,
seguir en mi infructuoso intento de encontrar una salida.
“Es solo un
sueño” me repetía con premura, deseaba despertar en mi cama, regocijarme al ver
que nada de aquello era real, que era todo solo una fantasía de mi mente
aturdida.
Corro y corro y
siento no avanzar, una larga fila de árboles, arbustos y pabellones de tumbas,
que parecen no acabar, y me asusté, tanto que me sostuve sobre el busto, una
estatua de alguien que sobre una tumba ahí había.
Una pesadilla,
eso debe ser – pensé en mi – una larga y horrible pesadilla, solo tengo que
esforzarme en despertar.
Y el busto sobre
el cual me había sostenido, de pronto volteo la cabeza y me miró con sus ojos
de mármol, y me dijo.
“No es un sueño si no has dormido, no es la
vida si no has vivido, ni la muerte si aún sigues aquí, estás en un punto
intermedio, estás sobre el limbo.”
Espantado aún
más, di un salto y solo corrí, ¿qué es lo que pasa aquí?, me pregunté, y corría
a través del laberinto infinito de tumbas, el cielo se había nublado, el sol
apagado su brillo, y todo bajo el cielo cayó en penumbra, no encontraba el
camino que me llevara hacia la salida, todo era tan igual, inacabable, no podía
tomar nada como referencia, todo eran tan repetitivo, tan cíclico, que me
encontraba perdido entre multitud de tumbas anónimas, y los arbustos
omnipresentes como testigos mudos de mi penuria estaban en todos lados, sentía
algo en mí, que de mí se reían.
Qué significará
todo aquello, en tanto caminar, decidí correr, y corrí con todas mis fuerzas
buscando pronto llegar hasta el final de aquel lugar, hacia un muro que
significara el límite de aquel cementerio fatal, y corría y corría, mis fuerzas
se iban, y ni siquiera vestigios encontraba de que iba a algún lado, todo era
tan igual, mi titánico esfuerzo parecía banal, los mismos patrones, tumbas, y
oh, esos arbustos tenebrosos que contrastaban con el blanco mármol de las
tumbas y nichos, que parecían observarme burlescamente en mi inútil intento de
escapar. En tanto correr tropecé con otro anciano, al chocar contra su cuerpo,
reboté y caí al suelo, sobre la tumba de alguien, aquel anciano, igual que el
anterior, se desvaneció como el aire, no sin antes decirme “empieza a
lamentarte por todo aquello que en vida jamás hiciste”.
Al querer
reponerme, me apoyé sobre la lápida de aquella tumba sobre la que caí, y me
llamó la atención, que no llevaba nombre alguno, salvo ver escrito en ella, un
extenso epitafio tallado sobre el mármol, y aterrado comencé a leer el escrito
que comenzaba así:
“Que frágil es la
vida, que breve la existencia, si pudiera contarlo todo jamás terminaría, existir es sufrir, y amar es necesario para
hacer llevadero al sufrimiento….”